Sesión Yogur Natural

Hoy mi tía está muy sana e incluso tiene un restaurante en una isla caribeña, aunque lo de las travesuras ha quedado en pura alegría y hambre de vida. Es normal que una persona, conforme va madurando física y mentalmente, vaya adquiriendo nuevos gustos, ampliando el horizonte de sus experiencias gastronómicas, poniendo a prueba sus papilas gustativas. En mi caso, ya no me tocó esa época de esplendor selvática pues crecí entre el asfalto de mi barrio de ciudad y, aunque siempre he sido más del tipo niña glotona -de esas que sentaban en las mesas de sus amigos para tratar de influenciar en sus hábitos alimenticios- hubo un tiempo en que ciertas verduras no me gustaban. Esa animadversión encontró su final cuando, durante un verano, mi familia de acogida de intercambio me llevó a su huerta para ayudar en las labores de siembra y cosecha de verduras y frutas para autoconsumo. Desde el primer momento en que ensucié mis manos, colocando semillas entre la tierra removida, arrancando malas hierbas, recolectando judías -que hasta poco antes me ocasionaban gestos de asco- y seleccionando fresas con delicadeza para llenar una canastilla, me enamoré de todo lo que es campo y a partir de ahí ¡me encantan las judías!
A veces, viendo a padres desesperados intentando que sus hijas e hijos coman, me acuerdo de aquella tía y me dan ganas de darles el siguiente consejo: ¡llevad a vuestros hijos al campo, al origen de todo! Dadles una inmersión en la naturaleza, una semilla, un brote para que planten, explicadles cómo crecen las plantas, dejadlos participar en los procesos de preparación de alimentos. En los niños, la curiosidad y la imaginación cultivarán un vínculo especial con eso verde que yace en el plato, les provoca amarguras y se convierte en su diario archienemigo.