Sesión Yogur Natural
#relatosabocados:
Berrinches, rabietas y pataletas
- No, no te has confundido de web. Incluso para esas estampas familiares tenemos una historia para compartir. ¡El momento 'consejo familiar' de FideWow! Aunque más que consejo, es una fábula.
- Tenía una tía que durante toda su niñez comía más bien poco y era muy melindrosa, causando preocupación en el seno familiar. Ella sufría de anemia, así que sus padres -con mimos, cancioncitas avioncitos e incluso invitando a niños glotones a su mesa para ver si adquiría el gusto por comer a través del típico "mira a Fulanito, qué bien come"- intentaban de todo para alimentarla, teniendo harta paciencia ante sus caprichos y cambios de opinión cuando se le preguntaba qué quería comer, así que un sistema especial de sobreprotección fue desplegado para cuidar de su delicada salud. Esta pedagogía no tenía mucha más lógica y sustento que cumplir con todos los caprichos de la niña, es decir, si ella pedía huevos fritos a las once de la mañana, se lanzaba a una delegación especial para ir a buscar y recoger al gallinero, solo para regresar a prepararlo, ponerlo frente a la niña y escuchar: "ya no quiero huevo, quiero frijol", provocando una vuelta al caos y a la movilización. De nuevo había un enviado a comprar a la tienda del pueblo (entiéndase que en aquel entonces, ir a comprar no es como ahora que te encuentras una tienda en cada esquina, sino que había que enviar a alguien a caballo al pueblo, que estaba a por lo menos media hora, a por los frijoles de la niña).
- En esa época vivían en una finca, alejada del campo, entre jugosas cañas de azúcar que cultivaban para procesarlas en un ingenio azucarero y entre brillantes y translúcidos platanares (muchos platanares pues el abuelo se dedicaba a comerciar con el plátano macho en los países caribeños y Estados Unidos, considerado en su tiempo tan valioso como hoy lo es el petróleo; no por nada le llamaban el 'oro verde').
- A pesar de habitar en una tierra de abundancia donde, durante todas las estaciones, cuantiosas frutas de toda variedad creaban un espeso manto multicolor pudriéndose sobre la tierra, enriqueciéndola de nuevo, la delgada y pálida niña hacía caso omiso a los alimentos y se dedicaba a hacer travesuras, pues a pesar de faltarle hierro, su energía para hacer diabluras no parecía menguar. Al parecer, se alimentaba por ósmosis de aquel bello panorama que era su hogar tropical.
- Lo único que pedía reiteradamente era precisamente plátano: al natural, frito, en tostones, deshidratado, en postre, en tarta, acompañado de frijoles o para endulzar el puchero; incluso se suscitaban raras ocasiones en que de ella misma nacía alzar la mano y arrancar uno del racimo. La niña había creado una conexión especial con esa fruta: entre esas plantas corría, se escondía y reía, escuchaba las historias de aventura de su padre cuando regresaba de repartir cargamentos en barco por las zonas costeras y las riberas de México. Ya lo decían los filósofos antiguos, los alimentos no solo nutren el cuerpo, también el alma.
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- Hoy mi tía está muy sana e incluso tiene un restaurante en una isla caribeña, aunque lo de las travesuras ha quedado en pura alegría y hambre de vida. Es normal que una persona, conforme va madurando física y mentalmente, vaya adquiriendo nuevos gustos, ampliando el horizonte de sus experiencias gastronómicas, poniendo a prueba sus papilas gustativas. En mi caso, ya no me tocó esa época de esplendor selvática pues crecí entre el asfalto de mi barrio de ciudad y, aunque siempre he sido más del tipo niña glotona -de esas que sentaban en las mesas de sus amigos para tratar de influenciar en sus hábitos alimenticios- hubo un tiempo en que ciertas verduras no me gustaban. Esa animadversión encontró su final cuando, durante un verano, mi familia de acogida de intercambio me llevó a su huerta para ayudar en las labores de siembra y cosecha de verduras y frutas para autoconsumo. Desde el primer momento en que ensucié mis manos, colocando semillas entre la tierra removida, arrancando malas hierbas, recolectando judías -que hasta poco antes me ocasionaban gestos de asco- y seleccionando fresas con delicadeza para llenar una canastilla, me enamoré de todo lo que es campo y a partir de ahí ¡me encantan las judías!
- A veces, viendo a padres desesperados intentando que sus hijas e hijos coman, me acuerdo de aquella tía y me dan ganas de darles el siguiente consejo: ¡llevad a vuestros hijos al campo, al origen de todo! Dadles una inmersión en la naturaleza, una semilla, un brote para que planten, explicadles cómo crecen las plantas, dejadlos participar en los procesos de preparación de alimentos. En los niños, la curiosidad y la imaginación cultivarán un vínculo especial con eso verde que yace en el plato, les provoca amarguras y se convierte en su diario archienemigo.